La primera vez que oí hablar de George Orwell
fue en el verano de 1994, cuando me regalaron un ejemplar de 1984, no recuerdo si con un periódico o con una revista de arte que solía comprar antes de descubrir quien la editaba
Hay veces que eliges los libros que vas a leer y otras veces los libros te eligen, no
sabes como llegan a tus manos, no sabes por que de repente te encuentras leyéndolos y nunca llegas a
determinar como se aferran a ti marcándote para
siempre, como una cicatriz.
Recuerdo leer aquel
ejemplar de bolsillo y no parar de hacerlo, recuerdo la sensación intranquila, la sensación de una opresión en el pecho, recuerdo, la sensación de
miedo
Me di cuenta de que
me faltaba la cultura suficiente para
llegar a extraer el jugo de aquella naranja maravillosa, porque aquel libro era un
amor a primera vista, un amor inmaduro, un amor que llega demasiado pronto para entenderlo, para disfrutarlo, para entregarse a él
Era sin duda un libro cuarentón y yo una niña estúpida
todavía adolescente, con tantos pájaros en la cabeza como espinillas en la nariz. Nuestro amor era
imposible por aquel entonces, pero sé que nunca nos olvidamos el uno del otro.
Como los buenos libros son pacientes, me esperó
El verano pasado
nos reencontramos en la falsa de la casa
del pueblo, mientras rebuscaba entre los baúles algún objeto menos importante que el que realmente encontré,
Me sorprendí, al escucharle llamándome tímidamente, sobre un viejo estante, que otrora había formado parte de algún mueble.
Estaba allí, en compañía de otros libros que como él, hibernaban a la espera de que una luna nueva de primavera los despertase.
Al verle, dejé lo que hacía y me senté en un viejo jergón, entre aperos de labranza, que dormitaban el sueño de los justos.
Sosteniéndolo en las manos, le limpié el polvo con una caricia dorada y algodonosa, le sonreí y abandoné el reloj de arena en el suelo de yeso mientras lo reabría.
Me sorprendí, al escucharle llamándome tímidamente, sobre un viejo estante, que otrora había formado parte de algún mueble.
Estaba allí, en compañía de otros libros que como él, hibernaban a la espera de que una luna nueva de primavera los despertase.
Al verle, dejé lo que hacía y me senté en un viejo jergón, entre aperos de labranza, que dormitaban el sueño de los justos.
Sosteniéndolo en las manos, le limpié el polvo con una caricia dorada y algodonosa, le sonreí y abandoné el reloj de arena en el suelo de yeso mientras lo reabría.
Las voces
del tiempo pasado, que siempre me acechan y me cuentan cosas, al ver que las ignoraba dejaron de conversar entre susurros y se
sentaron silenciosas en torno a mi, mientras me miraban con curiosidad.
Y allí volvimos a
amarnos lentamente, disfrutando
cada párrafo, cada letra, cada coma,
sientiendo que esta vez , el amor ya era carne.
Al término del último punto final, cuando sentí un escalofrío en la base de la espalda, entendí por qué el miedo, por que la sensación de asfixia.
Al término del último punto final, cuando sentí un escalofrío en la base de la espalda, entendí por qué el miedo, por que la sensación de asfixia.
Estaba asustada,
estaba a punto de gritar
Más que nunca, la distopía es posible.
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